“To beef or not to beef”: El karma de la Argentina, ese país con forma de bife
Parece mentira pero ya desde la forma de nuestro territorio nacional estamos predestinados a profesar una pasión inconmensurable por la carne vacuna y ese manjar, el “bifacho”, protagonista excluyente de nuestra gastronomía y de nuestra cultura.
Por Luis Fontoira
“To beef or not to beef” es la pregunta shakesperiana que se hace el Indio Solari en la canción que lleva ese mismo nombre y resume, sin proponérselo, el gran enigma del ser nacional: el país de la carne, el país del asado, el país del bife.
Y cómo será de profunda nuestra unión con ese famoso y renombrado bife (término derivado del “beef” inglés) que hasta las guerras de la independencia nos terminaron dejando un territorio nacional que tiene la forma exacta de un bife, coincidencia que fue utilizada por la publicidad, la propaganda política y, más recientemente, los “memes” de internet.
Se lo podrá llamar costeleta, entrecot o churrasco, según la zona del país (filet o bistec, en la jerga amanerada de Puerto Madero), pero cualquier argentino sabe de qué se habla cuando se pide un bife, un “bifacho”, aún en aquellas carnicerías de pueblo en las que la división más compleja de cortes es entre “pulpa” y “hueso”.
No por nada en nuestra querida argentina carnívora “ir a los bifes” es ocuparse apropiadamente de algo o “pegar un buen bife” es asestar un golpe certero.
Famoso en el mundo entero, como sostiene el analista Ignacio Iriarte -que sostiene que muchos chinos que nunca probaron nuestra carne “sueñan con un bife argentino”-, motiva elogios desmedidos de todas las personalidades que visitan el país, desde rockeros como AC/DC, que lo inmortalizaron en un DVD, hasta Barack Obama (que antes de su arribo al país declaró “estar ansioso por comer un bife argentino”) y su esposa Michelle, que se sacó el gusto en una parrilla de San Telmo, Bill Clinton (que en 1997, en Bariloche, mandó “de vuelta” a la cocina una corvina negra y se pidió un churrasco) o Joe Black, el actor que, antes de visitarnos por primera vez, aseguró que “Sé que tienen los mejores bifes del mundo. Eso me contaron… De hecho, hay un lugar en Brooklyn que se llama Peter Luger, donde los hacen muy buenos… ¡y no me imagino cómo puede haber mejores! Pero eso dicen de la Argentina, ¿no?”.
El champagne podrá ser francés, los relojes suizos y los autos seguros, alemanes, pero el bife es argentino, como lo sostuvo la prestigiosa revista “Time” cuando ante la debacle del rodeo nacional de los últimos años se preguntaba amargamente: “¿Le gustaría probar un bife argentino jugoso y a punto? A menos que visite el país sudamericano eso será imposible”.
Literatura a punto
El bife es una presencia “divina”, casi omnipresente, en todas las manifestaciones artísticas argentinas, pero muy especialmente en la literatura, de Borges y Bioy Casares (él mismo tan fanático del bife que alguien definió su dieta como “esencialismo porteño”) a Feinmann, de Cortázar a Manuel Puig, con personajes que se fanatizan con la carne:
“En el restaurante de los cronopios pasan estas cosas, a saber que un fama pide con gran concentración un bife con papas fritas, y se queda de una pieza cuando el cronopio camarero le pregunta cuántas papas fritas quiere”. (Historia de cronopios y de famas. Julio Cortázar).
-¡Bifes! Yo quiero que me den un bife alto así — dijo con despótica voz chilena Loló Vicuña de De Kruif, oprimiéndose un muslo. (Dos fantasías memorables: Un modelo para la muerte. Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares).
-Vení, no seas otario, hacemos un bife y papas fritas,después le meto la viola y hay vino, un vinito de San Juan que da las doce antes de hora (El juguete rabioso. Roberto Arlt).
El manjar de la parrilla argentina incluso dio pie a un enorme cuento de Enrique González Tuñón, titulado “Un bife a caballo”.
En la historia, un triste suicida se pega un tiro en un oscuro hotel de Retiro y el agente que debe custodiar el cuerpo hasta la llegada del juez le pide al dueño del lugar que le prepare un bife para amenizar la espera.
El final es impresionante: “Le sirvieron el bife a caballo en la mesita de noche, junto a la cama del muerto. Comía con apetito, sin reparar en el hilo de sangre que trazaba un barbijo en el rostro del suicida”.
Más allá de las literatura –como se ha consignado en otras “Historias de la carne”- el rastro jugoso del bife se puede encontrar en la música, ya sea el tango (“Cuando llegués de New York,/de Hong Kong o de Madrid,/hay un bife en Chiquilín/y un abrazo para vos”.) o el rock (hasta existe un grupo que se llama “BIFE”), como lo atestiguan temas de “Las Pelotas” (“La vaca y el bife”), Charly García (“Ni siquiera puedo comerme un bife y sentirme bien”) o Andrés Calamaro (“…detrás de la puerta de entrada de Ezeiza están el bife de chorizo y el vino”).
Lo mismo ocurre en otras manifestaciones artísticas, como la historieta y el humor gráfico -con creaciones como “Bife Angosto” de Gustavo Sala- o el séptimo arte, donde el bife es un alimento recurrente, desde “Pasó en mi barrio” (1951) o “Mercado del abasto” (1955), hasta “Hombre mirando al sudeste” (1986) o “El lado oscuro del corazón” (1992), película en la que el protagonista “canjea” poesías por churrascos en la costanera de Buenos Aires.
El bife en la política
El bife, como la carne vacuna en general, tiene la virtud –o el defecto- de exasperar el ánimo de los argentinos cuando aumenta su precio, casi como si se tratara de un golpe al mismísimo ego nacional que está construido en gran parte sobre ese mismo manjar de las pampas.
Por eso mismo no es extraño que haya sido protagonista central de la política nacional, como lo atestigua el propio Juan Domingo Perón (fanático del bife, como también lo serían Raúl Alfonsín y Eduardo Duhalde) cuando sostuvo que “Le he preguntado a un norteamericano, y se lo pregunto a todos, si con un dólar en Nueva York se hace lo mismo que con un peso en Buenos Aires. ¡Qué esperanza! Un bife cuesta diez dólares en Nueva York, o sea ciento cincuenta pesos. Nosotros con ese dinero casi compramos una vaca”.
Y si no, pregúntenle a Arturo Frondizi, que se floreó con un famoso bife que compartió con el mandatario con el Presidente de Estados Unidos, Dwight Eisenhower (1959), y cayó al quinto infierno cuando compartió otro bifacho con Ernesto “Che” Guevara (1961).
La cuestión del “bife” como reafirmación del ser nacional es tan compleja que fue desarrollada por Arturo Jauretche que en su “Manual de zonceras argentinas” define al “guarango” como “aquel que mide por el tamaño del bife la significación de lo nuestro”.
Jauretche sostiene que “Ningún argentino, ‘ni ebrio ni dormido’ permitirá que se compare nuestro ‘bifacho’ con cualquier otro:
—”¡No; bifes como los nuestros no hay! ¡Pobres de ellos con sus vitelos, sus terneras, su roast-beef! ¡Bueno! Este último no es tan malo porque seguramente es argentino”.
Y lo que dice el turista se repite en el diario, en el libro, en todos los medios de comunicación de masas, como ahora dicen.
— ¡Sí!, viejo… no veía la hora de comer un bifacho al uso nostro! —dice el castizo porteño, mientras se le afirma a la parrillada”.
“Estaba mal el guarango que utilizaba como medida de cotejo internacional el bife a caballo. Pero entre este y el tilingo, lo positivo para el país era el guarango”, concluye Jauretche en “El medio pelo en la Sociedad Argentina”.
Predestinación, consecuencia, karma o bienaventuranza parrillera, lo cierto es que la pregunta del Indio Solari del comienzo de la nota es uno de los dilemas más complejos del ser nacional que, como buen “guarango”, saca pecho a la hora de defender el viejo y querido bifacho.
Marche entonces un bife para celebrar la argentinidad y, si sale a caballo, mucho mejor.